Por Paola Andrea Piotti Balderrama.
Inicia el Pride Month, las redes sociales se dividen nuevamente y, por supuesto, el movimiento liberal no es ajeno a esta división.
Desde hace algunos años, en los que se viene gestando el boom libertario latinoamericano, hay una tendencia preocupante respecto de lo que llamamos libertades sociales, y es que en contextos sumamente reprimidos como en los que vivimos, se ha llegado a creer que no sólo era conveniente sino imprescindible tejer alianzas con el conservadurismo en pro de la defensa de ciertas libertades que no resultan incómodas a estos últimos.
Esta actitud provocó que un sector (tal vez no grande pero sí muy ruidoso) acogiese tanto consignas conservadoras como liberales, y tergiversara los objetivos de esta corriente de pensamiento, al grado de creer que es posible fraccionar la libertad en aquella que nos gusta o conviene, y aquella que nos interpela.
Es así que el mismo fervor que se emplea para defender la libertad económica se emplea para negar la libertad de ser, amar y decidir en consonancia al principio de no agresión, único límite razonable de la conducta, cayendo en la actitud incongruente de defender la libertad al mismo que se la ataca.
Y es que, en el fondo, el principio que sustenta que el humano pueda hacer con su propiedad aquello que desea sin dañar a los demás, es el mismo que se aplica en el resto de conductas no patrimoniales de su vida, como la elección de pareja, o cuándo y cómo formar una familia.
Por supuesto que el defender que la libertad de amar es una consigna liberal no significa que todos deban expresar aprobación con los modos de vida no tradicionales que algunos llevan, sino que esta desaprobación particular no implique una obligación de vida impuesta de forma arbitraria.
A quienes pretendan adjudicarse el mote de liberal habrá que recordarles que la libertad no existe para agradar a las “mayorías” sino, por el contrario, para proteger el accionar individual incluso en contra de los valores y resquemores de quienes ostentan un número mayor en las estadísticas, pues la única forma de preservar el derecho a la propia expresión es la defensa férrea de la ajena a costa del disentir que mantengas con la misma.
Es así que el liberalismo latinoamericano, pasos atrás en el entendimiento de la libertad como un fenómeno unitario de aplicación múltiple y fragmentada, necesita superar la etapa embrionaria y separarse del conservadurismo en lo referente a la libertad de amar, si es que pretende conservar no sólo el nombre de liberal, sino también la esencia de lo que defiende.
Nuestra deuda se forja en la necesidad de congruencia entre la palabra y la acción, pero además, en un escenario donde la izquierda ha ocupado el rol que históricamente le corresponde al liberalismo: La defensa de la individualidad, de lo distinto, lo diferente y lo no normativo.
La izquierda, por supuesto, ha colectivizado el fenómeno englobando en ello a miles de individuos que sólo han ejercido el derecho que poseen de decidir sobre ellos mismos sin afectación a terceros, y los han conducido a los pies del Estado mendigando derechos que les correspondían ya por su condición de seres humanos. Los han reducido a un botín político que lucha entre la instrumentalización partidaria de sus luchas y el desprecio de otros sectores políticos demasiado miopes o hipnotizados en sus prejuicios superficiales para entender el avance irreversible de la sociedad.
En definitiva, hay una deuda que saldar.
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