Martín Durán Fuentes
Los ideales de liberalismo generalmente se presentan con cierta enemistad o alejamiento respecto al mundo político. Somos contrarios a una de las prácticas políticas que veía su apogeo en Chile antes de la crisis del virus, esta era, corregir lo que se cree son imperfecciones del mercado. Aquí, los políticos emergen como héroes, cuyo eje es la justicia social, aunque bajo su ostentoso discurso, oculten deseos irrefrenables por mantenerse en el poder y su ambición puede llevarlos al punto de ser capaces de destruir los cimientos de la misma democracia.
Promesas como una mejor educación, salud, salarios o una nueva constitución no sólo dañan seriamente la estabilidad de las instituciones sino, además, generan expectativas inviables en el mediano plazo y son el origen de la frustración general que suele terminar en la elección de populistas que traen consigo los malos augurios. Y los libertarios sabemos cuáles pueden ser las consecuencias nefastas de las correcciones del mercado.
Del mismo modo, la distancia que los liberales mantienen respecto a la política en general, es el rechazo por el colectivismo. Y es que esto de agruparse en tribus donde todos tienen que repetir los mismos cánticos para asegurarse posiciones de poder o estabilidad, hiere profundamente la dignidad liberal fundada en el respeto al individuo. Hasta podríamos aseverar que el liberalismo parece estar condenado a permanecer fuera de la esfera pública donde se diseñan y ponen en práctica las instituciones que condicionan y, a veces hasta determinan, los diversos proyectos de vida individuales.
Es sumamente necesario, el retorno del liberalismo a lo que la pensadora Hannah Arendt considera la esfera pública, aquel espacio que permitía a todos los ciudadanos ser vistos y oídos por el resto y donde los hombres podían mostrar su singularidad. Los griegos pensaban que la esfera del mercado era una esfera donde el hombre se encontraba sometido, en cambio la esfera de la política era donde el hombre ejercía su libertad. La esfera público-política estaba regida por el principio de la libertad, que únicamente era accesible a aquellos hombres libres.
La crítica que Arendt hace a las democracias modernas coincide en ciertos aspectos con la crítica liberal. Le molesta que la esfera pública se use como medio para la distribución de bienes que, en su perspectiva, responde a las exigencias propias del animal laborans. Con esta expresión se refiere a un tipo de vida que se ha generalizado, cuyo sello es el de entender la felicidad como el producto de cierta relación entre esfuerzo y consumo donde el primero sea mucho menor al segundo.
Una esfera pública destinada a la redistribución pierde su sentido propiamente político, cúal es la realización de la dignidad humana. En la condición humana, Arendt describe la destrucción de la esfera pública en los siguientes términos:
«La incómoda verdad de esta cuestión es que el triunfo logrado por el mundo moderno frente a la necesidad se debe a la emancipación de la labor, es decir, al hecho de que al animal laborans se le permitió ocupar la esfera pública; y, sin embargo, mientras el animal laborans siga en posesión de dicha esfera, no puede haber auténtica esfera pública, sino sólo actividades privadas abiertamente manifestadas. El resultado es lo que llamamos abiertamente cultura de masas, y su enraizado problema es un infortunio universal que se debe, por un lado, al perturbado equilibrio entre labor y consumo y, por el otro, a las persistentes exigencias del animal laborans para alcanzar una felicidad que sólo puede lograrse donde los procesos de agotamiento y regeneración de la vida, del dolor y de librarse de él, encuentren un perfecto equilibrio».
La dignidad cuya realización depende de la existencia de la esfera pública se funda en la condición humana, cual es que todo individuo es único e irrepetible. De ahí que destruirla dándole una finalidad colectiva invisibiliza el valor que, para el mundo común, tiene cada uno de los ciudadanos. Y es que fuera de la luz propia de lo público, los individuos permanecemos ocultos a los demás, sin posibilidades de realizar los derechos civiles sobre cuya base se funda el único tipo de igualdad que Arendt está dispuesta a aceptar: aquella de la que gozan los ciudadanos igualmente libres.
Arendt pone énfasis en una esfera pública donde no caben consideraciones económicas, sociales, privadas o íntimas, en vistas a que es el único modo de mantener la centralidad política del individuo, la realización de sus derechos y su dignidad, desde su aporte al mundo común. Este es un espacio político que el liberalismo puede abrazar desde su aprecio al individuo y su respeto por los derechos fundamentales. Cuando deja de importar quién es ese alguien con el que comparto el mundo común, se establecen las condiciones para la llegada de soluciones totalitarias.
Y es que donde cada individuo particular sea irrelevante enfrentaremos dos situaciones que conducen al totalitarismo. La primera nos muestra individuos cuyas opiniones no son significativas, ni sus acciones efectivas, producto de la ausencia de una esfera pública como la pensada por Arendt. Bajo esta forma de existencia el ser humano es superfluo para su mundo, de lo que se sigue que su aniquilamiento por parte del poder político no encuentra mayores resistencias. La segunda nos habla de la democracia donde, producto de una igualdad moderna fundada en el conformismo que vacía de todo rasgo singular a los individuos, se impone una única perspectiva. Es entonces cuando desaparece la realidad común.
Esta idea de que la realidad emerge del encuentro de un sinnúmero de perspectivas dialoga con nuestro liberalismo que afirma la verdad como la emergencia de distintos puntos de vista, mientras, al mismo tiempo, entiende la vida de los individuos de modo dinámico por lo que rechaza la posibilidad de fijar los asuntos humanos de una vez y para siempre con el fin de planificar resultados, Arendt da respuesta a la preocupación liberal sobre el mal uso de la esfera pública desde una perspectiva diferente.
Para la pensadora, la separación de las distintas esferas de la vida es fundamental no sólo en vista al aporte de cada individuo y a la realización de su tipo de vida particular sino, además, por el hecho de que su aparición en el mundo común a través del discurso es necesaria para la adecuada comprensión de la realidad. Algo muy distante del panorama en América Latina, y en particular en Chile, donde perspectivas distintas a las del colectivo son calladas mediante insultos o violencia directa.
Una rápida mirada a las ideas de los promotores del hombre colectivo particularmente Jean Jacques. Rousseau y Antonio Gramsci, permite destacar aquellos condicionamientos colectivizantes a los que la política arendtiana pone límites. Desde el conocido contrato social del autor francés, el hombre colectivo es el resultado de una legislación que destruye la independencia de los individuos al transformarlos en parte de otro todo mayor, del cual reciben en cierto modo la vida y el ser. De modo que la legislación más perfecta logra destruir las fuerzas propias del individuo para darle otras que le sean ajenas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás.
Estamos frente al carácter totalitario de legisladores que destruyen la singularidad e independencia de los ciudadanos, debilitándolos al punto de hacerles dependientes del colectivo. La clara división de las esferas que Arendt demanda a las democracias frena la igualación de los ciudadanos y su debilitamiento. Y en una esfera pública arendtiana, los políticos no se sitúan sobre la vida de los otros disponiendo de ellos como si se tratara de marionetas, sino que son ciudadanos, sin ningún tipo de poder que los desiguale.
Además, justamente porque la participación implica la realización de la singularidad, la colectivización entendida como el vaciamiento de la experiencia y el pensamiento individual, no encuentra cabida. Así, la teoría arendtiana, en su defensa de la singularidad y de una esfera pública que sirva a su realización, aporta al acervo liberal un sentido propiamente político. Este cobra vida desde el ideal de un mundo donde la política sirve al descubrimiento de la realidad compartida y a la condición humana de ciudadanos cuya dignidad se funda en su carácter irrepetible.
Ambos son aspectos de la existencia suficientemente relevantes como para convertirse en fundamentos morales de un liberalismo político que pone límites a la injerencia del Estado con el fin de favorecer los diversos tipos de vida. Se destruye al individuo no sólo desde el poder ejercido por legisladores rousseaunianos, sino, además, cuando se homogeniza a las nuevas generaciones bajo un paraguas educativo centrado en el conformismo. En sus notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno, Gramsci afirma que dicho conformismo debe predominar en la forma de un discurso hegemónico. Este colectiviza a los individuos a partir del ejercicio del derecho y de las actividades que son del dominio de la sociedad civil, la cual opera sin sanciones y sin obligaciones taxativas, más no deja por ello de ejercer una presión colectiva y de obtener resultados objetivos en la formación de las costumbres, las maneras de pensar y de obrar, la moralidad, etc.
Finalmente, a pesar de que esto nos tome mucho tiempo por la pandemia, es necesario el retorno de un liberalismo político desde ideales que desafíen las instituciones y quiebren los condicionamientos que destruyen al individuo hasta transformarlo en el hombre colectivo. Este es el que sirve a la política fascista, cuya base es la extinción de todo pensamiento disidente y la conformación de colectivos que destruyen la sociedad bajo sus dinámicas políticas basadas en la relación amigo-enemigo, afectando las confianzas necesarias para la constitución de un mundo común en el que todo individuo pueda perseguir sus fines y experimentar su dignidad.
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