En 1825, el escritor mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, pionero de la novela latinoamericana, en su obra Conversaciones de El Payo y el Sacristán, planteaba una serie de preguntas que, casi doscientos años después, todavía parecieran estar vigentes: “¿Por qué no han de ser ciudadanos todos los extranjeros? ¿No es el hombre ciudadano del mundo? ¿Pues para qué son esas distinciones odiosas?”
Eslibertad Guest Author
Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca.
Profesor titular de Estudios Globales en la Universidad del Azuay.
Las respuestas a estas interrogantes se plasman más adelante en un proyecto de Constitución Política de una República imaginaria, cuyo primer artículo reza: “Son ciudadanos todos los hombres que sean útiles de cualquier modo a la República, sean de la nación que fuesen”.
Al leer estas líneas -evocadas en el efervescente ambiente social del México de la postindependencia-, parecería que fueron inspiradas en nuestra región y realidad reciente.
Ante la crítica y penosa situación de nuestros hermanos venezolanos, que se han visto forzados a huír del caos y la miseria extrema en la que está sumido su país, varios gobiernos lationamericanos han respondido con trabas y requisitos migratorios que, finalmente, lo único que han logrado es fomentar el tráfico ilegal de personas, con todos los horrores que esto conlleva.
En las conversaciones cotidianas, se habla de construir muros para evitar el ingreso de más imigrantes, de endurecer leyes para deportar personas, de condenar nacionalidades para fortalecer la seguridad. Ideas y conductas que los latinoamericanos siempre hemos condenado a ultranza cuando se ha tratado de defender el derecho nuestros coterreanos de residir en Europa o Estados Unidos.
Este tipo de comentarios recurentes -por su emocionalidad- construyen posicionamientos y conceptos negativos en torno al residente extranjero. Incluso, en ciertos casos, calan con tanta profundidad en la gente que han llegado a derivar en actos xenófobos o racistas.
Lamentablemente, poco se hace por difundir el aporte positivo de la inmigración. Los migrantes abren oportunidades de conseguir mano de obra cualificada a bajo costo, con el consecuente impacto en el estado de bienestar del país receptor, el cual se beneficia del pago de impuestos y contribuciones. Además, está comprobada la positiva incidencia del trabajo de los migrantes en todos los indicadores de crecimiento económico.
Incluso, pasa desapercibido el enriquecimiento cultural que conlleva el recibir personas procedentes de otros países, a partir de promover la tolerancia y el respeto a formas diferentes de vida. En respuesta a los históricos esfuerzos de integraciones regionales, hoy, más bien, se han acentuado los nacionalismos fanáticos e intolerantes.
¿Por qué no han de ser ciudadanos todos los extranjeros? ¿No es el hombre ciudadano del mundo? Las preguntas siguen aún muy vigentes.
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